La encomienda era una concesión sobre grupos más o menos extensos
de indios para asegurar la producción agraria o minera, los tributos, y
para premiar a conquistadores, funcionarios y a veces a notables
indígenas. No entrañaba propiedad de la tierra, que seguía perteneciendo
a los indios, pero en otros aspectos recordaba a las relaciones de
servidumbre europeas y a los repartos de las órdenes militares durante
la Reconquista.Los nativos no eran esclavos, los encomenderos podían
obligarles a trabajos no excesivos y debían evangelizarlos; pero en la
práctica, la exigencia laboral podía acercarse a la esclavitud,
acompañada de maltratos, pues los indígenas no estaban habituados a
trabajar al modo europeo. Es imposible saber cuántos casos había de
abuso y en qué grado, y cuántos de situación más soportable; pero las
crueldades causaron airadas protestas de algunos dominicos, que
llevaron sus denuncias ante el rey.
Basándose en las concepciones de Vitoria y en las denuncias de Las
Casas, el rey Carlos I sometió el asunto a una comisión, de la que
salieron en 1542 las Leyes Nuevas de Indias. Estas reafirmaban
el testamento de Isabel la Católica contra la esclavización de nativos,
considerándolos súbditos y protegidos del rey; prohibían forzarles a
llevar cargas al estilo prehispánico; excluían de la encomienda a
funcionarios, órdenes religiosas, sociedades comunales u hospitales, y
las ya existentes debían cesar a la muerte de sus poseedores, con lo que
las encomiendas se extinguirían en plazo no largo.
Los encomenderos consideraron que las Leyes Nuevas vulneraban
sus derechos, ignoraban sus méritos y trabajos, y les reducían a la
pobreza. Su indignación estalló en Perú en una guerra civil cuyo jefe,
Gonzalo Pizarro, fue vencido y ejecutado. Los desórdenes hicieron pensar
al rey que la supresión de las encomiendas arruinaría la colonización,
por lo que se volvió en parte atrás, reconociéndoles carácter
hereditario.
El mismo año 1542, Las Casas compendió sus denuncias en su vehemente Brevísima relación de la destrucción de las Indias,
con datos supuestamente presenciados o conocidos por él. El libro, base
principal de la llamada leyenda negra, es probablemente el más antiespañol
que se haya escrito nunca, y su influencia persiste aún hoy: vemos su
huella en Gombrich y tantos otros no muy críticos. Las Casas pinta a los
españoles de América, con raras excepciones, como demonios sedientos de
sangre, faltos de cualquier sentimiento cristiano o meramente humano, y
de una estupidez inigualable, pues aniquilaban por los métodos más
atroces a los indígenas de cuyo trabajo pretendían vivir, convirtiendo a
Las Indias en desiertos. De ser así, no solo habrían desaparecido los
indios sino también sus exterminadores, que habrían quedado sin medios
de vida, teniendo, además, nula disposición a trabajar por sí mismos,
según el tópico.
De entrada llaman la atención los datos geográficos de Las Casas. En La
Española encuentra cinco reinos, uno con una vega de 80 leguas de sur a
norte (más de 400 kilómetros, pues una legua castellana del siglo XVI
equivalía a cinco mil metros largos). La vega estaría recorrida por más
de treinta mil ríos, unos veinte o veinticinco mil de ellos riquísimos
en oro, y doce tan grandes como el Ebro; otro reino de La Española era
él solo más grande que Portugal, también lleno de minas de oro y cobre;
no detalla la extensión de los otros tres reinos, pero da a entender
también su vastedad. Calcula más de quinientas leguas y, también,
grandísimas riquezas de oro, desde “muchas leguas arriba del Darién
hasta el reino e provincias de Nicaragua”. En el antiguo Imperio azteca
los españoles masacraron a la gente “en cuatrocientas y cincuenta leguas
en torno cuasi de la ciudad de México (…), donde cabían cuatro y cinco
grandes reinos, tan grandes e harto más felices que España”. Guatemala
tenía “más de cien leguas en cuadra”. En Santa Marta fueron despobladas
“más de cuatro cientas leguas”. La isla de Trinidad era “mucho mayor que
Sicilia”, y la tierra firme descubierta superaría los 50.000 kilómetros
de litoral. Solo “de la isla Española se había henchido casi España de
oro”, fabulosamente abundante en muchos otros lugares.
Pero estos cálculos apenas son nada comparados con los demográficos.
Las costas de tierra firme estaban “todas llenas como una colmena de
gentes (…) que parece que puso Dios en aquellas tierras todo el golpe o
la mayor cantidad de todo el linaje humano”; no había región que no
estuviera “pobladísima” y con verdaderas urbes. En Nicaragua, con sus
colosales riquezas, “era cosa verdaderamente de admiración ver cuán
poblada de pueblos, que cuasi duraban tres y cuatro leguas en luengo”,
mayores que cualesquiera de Europa y de las que la arqueología no ha
hallado la menor traza, pese a ser tantas. La Nueva España, futuro
México, había disfrutado de muchas ciudades más habitadas que “Toledo y
Sevilla y Valladolid y Zaragoza juntamente con Barcelona”, de modo que
“para andallas en torno se han de andar más de mil e ochocientas leguas”
(casi diez mil kilómetros). En Guatemala, todavía más poblada, no
extrañará que los españoles exterminaran a cuatro o cinco millones de
personas. El Yucatán “estaba lleno de infinitas gentes”. También Florida
gozaba de “grandes poblaciones”. Las Antillas habían sido “las tierras
más pobladas del mundo”, y solo en las pequeñas islas Lucayas o Bahamas
habría vivido sobre medio millón de indios. Centroamérica disfrutaba de
“la mayor e más felice e más poblada tierra que se cree haber en el
mundo”. Etcétera.
Los datos son claramente ficticios, pues la mayor parte de las tierras
y costas eran selváticas y agrestes, con agricultura muy escasa, salvo
en los imperios inca y azteca, y primitiva incluso en estos. Fuera de
dichos imperios no existían ciudades, y la mayor parte de las regiones
no podía contar con una población mucho más densa que la actual
Amazonia. Cabría pensar que Las Casas daba pábulo a leyendas, por no
conocer muchas de aquellas tierras, pero emplea la misma fantasía
cuando habla de otras en que sí estuvo, como Cuba, México o La Española.
A esta última le atribuye más de tres millones de habitantes, y afirma
que solo en una parte de ella podrían haberse construido más de
cincuenta ciudades tan grandes como Sevilla.
Los indios de Las Casas son siempre “mansísimas ovejas”, “sin maldades
ni dobleces, obedientísimas y fidelísimas”; las gentes “más humildes,
más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bullicios, no
rijosos (…) sin rencores, sin odios, sin desear venganzas que hay en el
mundo”; “Carecían de vicios o de pecados”; “Gentes muy bien dispuestas,
cuerdas, políticas y bien ordenadas”; “No poseen ni quieren poseer
bienes terrenales”. “No soberbias, no ambiciosas, no codiciosas”.
“Limpios y desocupados, de vivo entendimiento, muy capaces y dóciles
para toda buena doctrina”.
Estas virtudes fabulosas aumentaban si cabe el horror de las
atrocidades hispanas: “Y a estas ovejas mansas y de las calidades
susodichas por su Hacedor y Criador así dotadas, entraron los españoles
(…) como lobos y tigres y leones cruelísimos (…) Y otra cosa no han
hecho de cuarenta años a esta parte (…) sino despedazarlas, matarlas,
angustiarlas, afligirlas, atormentarlas y destruirlas por las extrañas y
nuevas y varias y nunca otras tales vistas ni leídas ni oídas maneras
de crueldad, de las cuales algunas pocas abajo se dirán”. En Nueva
España habrían matado “a cuchillo, y a lanzadas y quemándolos vivos,
mujeres y niños y mozos y viejos, más de cuatro cuentos [millones] de
ánimas (…) Y esto sin los que han muerto y matan cada día en la
susodicha tiránica servidumbre”. En Nicaragua, “cincuenta de a caballo
alanceaban toda una provincia mayor que el condado de Rosellón, que no
dejaban hombre ni mujer, ni viejo, ni niño a vida”. Pero en Santa Marta
los desmanes habrían superado lo anterior, nos advierte, aunque es
difícil imaginar cómo. El total de indios exterminados lo estima Las
Casas en hasta quince millones y más, una población seguramente mucho
mayor que la existente antes de la conquista, dadas las mencionadas
condiciones naturales y técnicas.
Los españoles de América se sintieron calumniados y protestaron
indignados por las tiradas del fraile. Entre otros el franciscano
Toribio de Benavente, Motolinía (“pobre”, en náhuatl) describió a Las
Casas, como “inquieto, bullicioso, importuno y pleitista”, “injuriador y
perjudicial”, que “ennegrece” la obra de Cortés y “no tiene razón en
decir lo que dice y escribe e imprime, y en adelante, como será
menester, yo diré sus celos y sus obras hasta donde llegan y en qué
paran, y si aquí ayudó a los indios o los fatigó”. Le culpa de perturbar
el orden y desamparar a los que dependían de su predicación. Benavente
dirigió a un grupo de misioneros, aprendió náhuatl para evangelizar a
los indios e instruirlos en diversos oficios, sorprendiéndole la
facilidad con que aprendían: “Tienen el entendimiento vivo, recogido y
sosegado”. Fue uno de los predicadores más exitosos por México,
Nicaragua y Guatemala, envió misioneros a Yucatán, criticó los abusos
contra los indígenas y se enfrentó por ello a las autoridades. Gran
parte de lo que sabemos sobre la cultura azteca se lo debemos a su Historia de los indios, de alto nivel y apoyada en su conocimiento del náhuatl (Las Casas no aprendió lenguas indígenas).
Aunque los descubridores describen a los indios como fuertes y bien
proporcionados, Las Casas los pinta como “las gentes más delicadas,
flacas y tiernas en complexión”. Acierta más al señalar que son los “que
menos pueden sufrir trabajos y que más fácilmente mueren de cualquier
enfermedad”, pues no tenían costumbre de trabajar a la europea, ni
defensas contra enfermedades no mortales para los europeos. Por ello Las
Casas propugnó la traída de esclavos negros. El tráfico negrero
empezaba a ser un negocio brutal, pero muy lucrativo, realizado sobre
todo por comerciantes portugueses y poco después por ingleses y
holandeses, que compraban su mercancía a los jefes africanos o la
capturaban ellos mismos, y la transportaban en condiciones terribles.
Al final, Las Casas condenó también el comercio de negros. En su
opinión, el remedio consistiría en trasplantar campesinos de España a
las Indias.
Desde luego, el vociferante dominico no pretende informar, sino
impresionar, con la buena intención de excitar la indignación de sus
lectores, y lo hace mintiendo con tal tosquedad que vuelve más
sorprendente su enorme influjo, en su tiempo y a lo largo de siglos.
Pero véase el testimonio de Henry Hawks, inglés de la época desterrado
de México por la Inquisición: “Si algún español ofende a los indios o
les causa perjuicio (…) y el agresor es castigado como si el ofendido
fuera otro español. Cuando un español se ve lejos de México o de otro
lugar donde hay justicia (…) obliga al indio a hacer lo que él le mande;
si el indio se niega, lo golpea o maltrata a placer. El indio disimula
su resentimiento hasta que se presenta la ocasión de darlo a conocer.
Entonces, tomando consigo a uno de sus vecinos, se va a México a
interponer su denuncia (…) La denuncia es admitida en el acto. Aunque el
español sea un noble o un caballero poderoso, se le manda comparecer
inmediatamente y es castigado (…) como mejor parece a la justicia. Esta
es la razón por la que los indios son sujetos tan dóciles: si no fueran
favorecidos de este modo, los españoles terminarían rápidamente con
ellos, o bien ellos mismos asesinarían a los españoles”. El testimonio,
de una persona ajena y nada amiga de España, tiene algún interés.
Menéndez Pidal, uno de los principales historiadores españoles del siglo
XX, ha creído a Las Casas próximo a la paranoia. No obstante, la Brevísima relación
fue explotada a fondo por protestantes y franceses, como eficaz arma de
guerra, a pesar de que nunca habrían consentido hacia ellos una
denigración como la que se consentía a Las Casas en España.
Se ha dicho que Las Casas fundó la idea de los derechos humanos, pero
no es cierto, pues admitía esclavos negros o blancos infieles; tampoco
lo es con relación a los indígenas de América, pues el testamento de
Isabel la Católica ya establecía esos derechos, como asimismo, de modo
más teorizado, el padre Vitoria. No obstante, bajo las denuncias algo
alucinadas de Las Casas había intención de proteger a los nativos de los
abusos prácticos, y la búsqueda de soluciones mejores que la
encomienda. Pese a las dudas y protestas en torno a sus alegatos, Las
Casas siguió disfrutando de prestigio en España y en la corte. En 1547,
en sus “Treinta proposiciones muy jurídicas” negaba legitimidad a la
conquista de América, por lo que, para decidir cómo proceder en
adelante con respecto a la conquista, Carlos I convocó en 1550, ya
muerto Vitoria, un debate conocido como Controversia de Valladolid, que
duraría dos años, y cuyas figuras principales, pero no únicas, fueron
Las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.
Los dos personajes eran muy diferentes. Las Casas, sevillano, había
sido conquistador y encomendero antes de entrar en religión, como habían
hecho otros conquistadores; luego había renunciado a la encomienda para
volverse con furia contra los españoles de América. Había sido
autorizado a aplicar su plan, poco exitoso, de formar comunidades de
labriegos castellanos en las Indias. En cambio Sepúlveda, también
dominico, había hecho una brillante carrera intelectual y eclesiástica
en Europa, donde alcanzó renombre internacional como teólogo, filósofo e
historiador. Había estudiado en Alcalá de Henares y en Bolonia,
alojándose en el Colegio Español creado por Gil de Albornoz, y vivido
largo tiempo en Roma. Había criticado a Lutero y, contra Erasmo,
defendía las tradiciones cristianas y la religiosidad exterior, no solo
interior. Carlos I lo nombró su capellán, cronista y preceptor del
príncipe heredero, el futuro Felipe II. Las Casas trató de impedir la
publicación de alguna de sus obras.
Sepúlveda citó de la Biblia cómo los judíos habían recibido la Tierra
de Promisión, a cuyos pobladores anteriores había castigado Dios por su
idolatría y sacrificios humanos; e invocó la frase del Evangelio de
Lucas: “Vete por los caminos y obliga a la gente a entrar, de modo que
mi casa se llene”: obligar puede incluir la fuerza; San Agustín cree
lícito apartar a los paganos de la idolatría, aun coactivamente; San
Pablo daba poder a la Iglesia para predicar por encima de los poderes
temporales… Argumentaba también con ideas humanistas y con Aristóteles,
según quien las culturas superiores tienen derecho a someter a las
inferiores: los indios no eran mejores o peores que los demás, pero sus
culturas bárbaras y contrarias a la ley natural los convertían en
esclavos por naturaleza, y la conquista, sin la cual no sería posible
cristianizarlos, debía considerarse un acto de amor y muy conveniente
para ellos, al abrirles paso a un nivel cultural más elevado. Especificó
su concepto de esclavitud: “No digo que a estos bárbaros se les haya de
despojar de sus posesiones y bienes, ni reducir a servidumbre, sino que
se deben someter al imperio [autoridad] de los cristianos”. La
conversión debía hacerse de manera persuasiva, y si esta fallaba podían
los españoles ocupar sus tierras, destituir a sus jefes y poner otros.
Por todo ello era justa, en principio, la guerra contra ellos.
Según Las Casas, muy al contrario, los estados indios –incluía como
estados a las tribus no civilizadas— eran no solo comparables, sino
mucho mejores moralmente que los europeos, pues “muchas y aun todas las
repúblicas fueron muy más perversas, irracionales (…) y en muchas
virtudes muy menos morigeradas y ordenadas. Pero nosotros mismos, en
nuestros antecesores, fuimos muy peores así en la irracionalidad y
confusa policía como en vicios y costumbres brutales”. Aun si se
debiera castigar al idólatra, solo podría hacerlo quien tuviera
jurisdicción para ello, y en este caso no la tenían el rey ni el papa,
pues los indios no habían sido antes conocidos, ni súbditos del rey ni
sometidas al fuero eclesiástico. Por ello tampoco podía castigárseles
como herejes. Además, no podía irse contra un pueblo, como si todo él
fuera delincuente. Por tanto España carecía de títulos para estar allí,
salvo con misioneros.
Si Las Casas hubiera impuesto plenamente sus tesis, la historia de
América habría sido muy diferente: en principio los imperios y tribus
indias habrían seguido tal cual, pues resulta muy difícil que hubieran
renunciado a sus ideas del mundo y costumbres solo por la predicación,
suponiendo que permitieran esta. Su evolución técnica y en otros
aspectos habría sido también mucho más lenta. Lo que con mayor realismo
puede esperarse es que de la conquista y colonización se habrían
ocupado otras potencias europeas, con seguridad no menos duras que
España y muy probablemente más.
La disputa terminó sin ganador claro. La conquista quedó frenada solo
pasajeramente, pues el proceso era irreversible. Vitoria había dicho
que no podía abandonarse del todo la administración de Las Indias
después de haber cristianizado parte de ellas, y la corona no podía
obligar a los colonos a volverse de allá ni prescindir de los metales
preciosos –pronto se impondría la plata al oro, pese a los datos de Las
Casas--. Los propios indios que habían sufrido las “guerras floridas”,
las matanzas de los imperios inca y azteca, podían no estar muy de
acuerdo con las tesis de Las Casas, a juzgar por la rapidez y
entusiasmo con que acogieron la evangelización. El fruto político del
debate fue la promulgación de hasta 6.400 leyes notables por su
racionalidad y sentido humanitario, aunque se aplicasen en grados
diversos (como ocurre con casi todas las leyes).
En otro terreno, la controversia fue novedosa en el pensamiento
civilizado y ha tenido consecuencias hasta el día de hoy. Dio impulso al
Derecho de gentes más tarde llamado Derecho internacional, originado en
España varios decenios antes de que el holandés Hugo Grocio lo
desarrollara bajo influencia directa de Vitoria y otros pensadores
hispanos. Este derecho intenta regular las relaciones internacionales en
lugar de dejarlas al imperio de la fuerza, y se asienta sobre el
concepto de ley natural… que también podía interpretarse de diversos
modos, como atestigua la propia polémica de Valladolid. El peso de esta
en el pensamiento jurídico y político posterior ha sido, con todo, harto
mayor que sus efectos prácticos, pues las relaciones internacionales,
en Europa, América y el mundo, han continuado rigiéndose en gran medida
por realidades ajenas a las exigencias teóricas y legislativas.
El debate contenía un aspecto paradójico, pues el propio Las Casas
certificaba con sus puntos de vista la superioridad de la cultura
hispana, capaz de plantearse un dilema ético-político que las culturas
indias no estaban siquiera en condiciones de abordar, por mucho que el
dominico las supusiera superiores a las europeas. Las condenas
lascasianas al supuesto genocidio español han suscitado verdadero fervor
en España, afirmando muchos que ellas son lo único rescatable del
descubrimiento y conquista. Y, he aquí una nueva paradoja, las personas
que así hablan, considerando a Las Casas un precursor de sí mismos,
suelen estar próximas, por acción o simpatía, a corrientes de
pensamiento y política que en el siglo XX sí han realizado bien
constatados y brutales genocidios. O que, en México, arrebataron a los
indios, después de la independencia, considerables extensiones de tierra
que les había garantizado la corona española. Por poner un solo ejemplo
de España, ha sido gran lascasiano Tuñón de Lara, historiador
estalinista en su primera etapa y siempre procomunista. Tampoco los
protestantes, franceses o ingleses, que con tanto éxito explotaron la Brevísima relación, demostraron casi nunca una particular virtud y compasión en sus imperios.
Los términos de la disputa de Valladolid sobrepasan el puro pensamiento
legal y político para asentarse en un problema filosófico general y
nunca resuelto: el de la naturaleza humana reflejada en las relaciones
entre los propios seres humanos.
El
problema con Las Casas y los lascasistas no es que sean antiespañoles,
lo cual no es un delito, sólo cuestión de opinión y preferencias. El
problema radica en la ingente cantidad de mentiras en que se apoyan y
hacen circular, de las que he dado algunas muestras en Nueva historia de España
Sostenía Goebbels que un embuste es tanto más creído cuanto más grande, y que una mentira muy repetida se convierte en verdad. En Las Casas encontramos un tipo de embuste realmente gigantesco cuando se refiere al número de víctimas de las atrocidades españolas, unas exageraciones que a cualquier persona con algo de criterio le causarían simplemente risa. Pero hay otro tipo de afirmaciones lascasianas, cuando desciende a detalles concretos, que no se puede decir que sean embustes, sin más, sino acusaciones posiblemente ciertas, pero incomprobadas y en muchos casos incomprobables. Obviamente, no ya un juez o un historiador serio, ni siquiera un periodista corriente que no trabaje en prensa amarilla, daría curso a esas acusaciones sin verificarlas previamente de algún modo.
Y sin embargo, tanto las afirmaciones y cálculos disparatados de Las Casas como sus acusaciones concretas, han tenido el honor de ser creídos, así, sin más crítica ni verificación, por millones de personas, dirigidas a su vez por ideólogos y comentaristas muy interesados en la faena. Parece que en este caso Goebbels tenía razón: los enormes disparates de Las Casas han disfrutado de una credulidad extendidísima; y al ser repetidos con no menos empeño por las propagandas antiespañolas francesas y protestantes, más tarde marxistas, han pasado a convertirse en verdades oficiales en muchos ámbitos.
En esta cuestión hay que distinguir entre la credulidad ingenua de las personas corrientes, que no tienen tiempo ni en general posibilidades, de comprobar lo que leen (por otra parte siempre hay en el ser humano una inclinación a creer las mayores maldades de quienes consideran enemigos), y la acción de los ideólogos y propagandistas, interesados en fomentar determinados estados de opinión. Estos se presentan como autoridades en el asunto, y la seguridad e indignación con que hablan, si no son eficazmente replicadas, tiende a ser aceptadas como prueba de veracidad y conocimiento.
El padre Las Casas tenía sin duda una intuición, aunque fuera vaga, de las técnicas que Goebbels y los comunistas sistematizarían siglos después (aunque unos y otros bebieron, parece ser, de la “Comisión Creel” useña). Así, otra de las preocupaciones del fraile fue la de impedir que circularan los puntos de vista contrarios a los suyos, y presionó insistentemente a los poderes públicos para que les aplicaran la censura. En este caso podemos decir, con el Eclesiastés, “nada nuevo bajo el sol”.
Fuentes: http://www.intereconomia.com/blog/presente-y-pasado/incoherencia-discurso-pp-bartolome-casas-y-goebbels-20120110
http://blogs.libertaddigital.com/presente-y-pasado/las-casas-como-adelantado-de-goebbels-5878/
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