In illo tempore hubo un hombre de buen corazón que dedicó su juventud a buscar a Dios. No lo encontró ni en el mercado, ni debajo de las piedras. Nadie sabía darle razón del desaparecido. Alguien le aconsejó que lo buscara en sí mismo, en su interior. Pero para aquel hombre era imposible reconocer a Dios en sí mismo si no lo había visto primero en sus hermanos. Y en ninguno de ellos lo encontró. Llegó a pensar que tal vez Dios había fallecido.
Pasados algunos años decidió dar un vuelco a su vida, y se dedicó a enriquecerse con los tesoros de todas las ciencias. Tal vez así podría saber qué diablos le pasó a Dios. Y se rodeó de la intelligentsia más destacada. Se sorprendió muchísimo cuando se percató de que los buscadores oficiales de la verdad en realidad buscaban honras. Esto le pareció absurdo.
Cansado de buscar decidió que, puesto que no encontraba a Dios --¿qué otra cosa podría dar sentido a la vida?-- él mismo sería su propio dios. Y para potenciar su propia divinidad se ocupó de procurarse aquello que los hombres más anhelan: dinero. Quedó decepcionado por lo limitado que le pareció el poder de este nuevo aliado. Le pareció que podía mover cualquier cosa con él, excepto corazones.
No encontrando ya para qué vivir, nuestro hombre se hundió en todos los vicios con el dinero que había conseguido, perdiendo de esta forma honra y dinero, y siendo considerado por todos como un insensato. Estando desnudo en el fondo del abismo encontró a Dios.